Escuchen con paciencia, ya que les hablo, ocultamente, no solo de la muerte, sino de nuestra gran y maltratada patria continental, de su justicia y de lo que es imposible medir en términos de justicia o injusticia. Evoquen el cementerio. Imaginen a la madre, al padre, al hermano de la muerta. Sus abuelos, para quienes su nieta era prenda injusta dejada en tierra. La despedían, también, sus amigos. Del dolor, Guada, su mejor amiga, con su mismo nombre —por eso se hicieron tan, tan cercanas—, repetía mentalmente, hasta agujerearlo, el punto donde se conocieron. Sin embargo, la educación de los familiares y la tristeza del momento vedaban los reproches. La muerte los detiene, pero no los disipa. En ocasiones, los pensamientos pueden regresar deformes, con la saña que los nómadas tendrían hacia la quietud de este salón donde escuchan esta historia, saña hacia nuestra mesa puesta, con la acritud de quienes odian cualesquiera cuatro paredes.
Da falta de apetito y dolor de cabeza y uno se siente bastante mal. A la hora de acaecer hecho el remedio fui al servicio y eché la pasta blanca que formaba la pelota. Para curar el empacho hay que sobarlo y rezarle la oración de la Santísima Trinidad. Cualquier persona no lo puede amasar, porque hay que tener gracia singular de nacimiento para hacerlo, una gracia que el Todopoderoso le da a uno al nacer. A mi una señora que me venía observando con prevención, me dijo que creía que yo tenía la gracia, y que iba enseñarme a sobar y la oración. Entonces, cada vez que ella curaba un caso, me avisaba y yo iba a verla trabajar.