No era una cuestión de clasismo. Bast se sentía cómodo con los de su originario estrato social. Pero siempre había tenido una ridícula sensibilidad para los ritmos, y esa jerga vulgar y desacompasada era a la ópera lo que unas uñas largas arañando la pared. Bast se incorporó en su montura y volvió a guardar el grabado en el bolsillo de sus sencillos pantalones. En Londres apuntaban su facilidad para camuflarse con el ambiente como una de las razones por las que era peligroso. Si se codeaba con aristócratas llevaba sedas y chalecos brocados.
Entonces mandó llamar a la Madre de todas las Calamidades para pedirle admonición acerca de lo que le quedaba que hacer. Y la vieja llegó en seguida. Y la Madre de todas las Calamidades, causa real de todas estas desdichas, era una vieja horrorosa, astuta, hecha de maldiciones; su boca era un basurero; sus luceros legañosos; su cara negra como la noche; sarnoso su cuerpo, su cabello una suciedad; su espalda encorvada y su piel todo arrugas. Obligaba a los esclavos a cabalgarla; y le gustaba también cabalgar a las esclavas; pues prefería a todo lo del mundo el cosquilleo de aquellas vírgenes y el roce de su cuerpo juvenil con el suyo. Era extraordinariamente experta en este arte del cosquilleo. Sabía chuparles como un vampiro las partes delicadas, y titilarles agradablemente los pezones.